José Miguel García
He puesto mis manos en una enredadera
que despliega sus brazos y florece sus senos,
que me nombra con su savia y me induce
a morder sus noches encendidas.
Es entonces cuando el gesto de sus horas
y su versión de un mundo sin escarcha
se funden en mi memoria
como un tatuaje, como la incurable incisión
en la corteza del árbol.
Y descubro entonces que es posible;
es posible compaginar la esclavitud
con el bienestar derramado:
el látigo de su lengua
en el amanecer afligido de mi pecho,
el asesinato del sueño
por su querencia al amor.
He buscado la locura en lo inédito,
la atracción en un túnel de pupilas de vértigo,
la luz que alumbre y me ciegue,
y por fin
ese eslabón que evita la tragedia,
esa imperfección en la obra de arte
que la hace incalculable.
Pero no descorcharé aún burbujas de bienvenida,
aún no brindaré por el fuego que ahuyenta
al ejército engalanado de la derrota.
Hasta ahora toda celebración
siempre ha sido barrida
por las pasajeras lágrimas del desamparo.